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La Homilía del Padre Adolfo Franco
DOMINGO XXX del Tiempo Ordinario
Mateo 22, 34-40

Los diversos grupos de prestigio y de poder en la sociedad judía, se han hecho
enemigos de Jesús; les incomoda que un pobre hombre de la plebe tenga tanto
ascendiente sobre el pueblo; les incomoda que las multitudes se asombren de su
sabiduría y de sus palabras. Les incomoda que ponga al descubierto su falta de
sinceridad y su vanidad; les fastidia que les hable de forma tan directa, porque
no les gusta la verdad.
Por eso varias veces le buscaron para hacerle preguntas capciosas para
desautorizarlo. Y en esta ocasión le van a hacer una pregunta especialmente
difícil: de todos los mandamientos (innumerables) del buen judío ¿cuál es el más
importante? Y Jesús, en respuesta, les recuerda lo que ya sabían: El primer
mandamiento es “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu
alma, con toda tu mente y el segundo es semejante a éste: amarás a tu
prójimo, como a ti mismo”. De hecho los fariseos ya lo sabían, la pregunta era
ociosa; pero querían ver hasta qué punto ese Maestro había penetrado la
esencia de lo que Dios mandó a su pueblo.
Así que éste es el principal mandamiento. Y a nosotros también Jesús, con este
motivo nos recuerda lo principal del ser cristiano: Amar a Dios sobre todas las
cosas y amar totalmente al prójimo.
En esto consiste la esencia de la Religión, la esencia del ser cristiano. Pero
examinando lo que este mandamiento dice, nos podemos preguntar: ¿es verdad
que se puede amar a Dios? O cuando se habla de amor a Dios ¿no nos
estaremos refiriendo a una relación imprecisa, indefinida, que sólo llamamos
amor por costumbre, dando en este caso un significado diferente a esta palabra
“amor”?
Cuando hablamos del amor humano, entre seres humanos, sabemos a qué nos
referimos. Y todos entendemos que este amor es algo real, preciso. Cuando se
habla del amor que una madre o un padre sienten por su hijo, sabemos de qué
hablamos. Hablamos del amor entre amigos, como una realidad que enriquece
la vida de las personas. Hablamos del amor entre hombre y mujer, como una
exultación, algo verdadero, palpable y específico. ¿Se parece a esto lo que
debemos tener para con Dios? ¿El corazón, y su lenguaje de afectos, de sueños
y de atracción, se emociona por Dios?
En la Biblia Dios mismo nos responde a esa pregunta, sobre si el amor a Dios es
de verdad amor. El nos habla de su ternura para con nosotros, de cómo nos
cuida. Se compara a una madre que no puede olvidar el fruto de sus entrañas.
Es un Padre que todas las tardes sale para ver si llega el hijo que se fue. Es un
esposo que busca a su amada en los campos, entre las flores. Es un amigo fiel,
que defiende a sus amigos. Y en la plenitud de los tiempos, es Alguien que tanto
desborda de amor por nosotros, que nos da lo mejor que tiene: su Hijo, el único
que tiene.
Esto por lo que hace al amor de Dios a nosotros, pero ¿y el amor de nosotros
con El? El amor de una persona a Dios se puede convertir en manantial de gozo
¿es verdad? ¿Se le pueda amar tanto que este afecto nos llene hasta incluso los
latidos: de modo que digamos que ese amor nos hace volar por encima de todas
las cosas? Es absolutamente verdad. Se puede tener una plenitud incomparable,
experimentando que el corazón se nos escapa hacia Dios, y que El es el
descanso donde me siento tranquilo y sosegado. Y esto no es una idea que se
piensa, sino algo que se experimenta, y que hace florecer la vida. Y esta
verdadera experiencia no es una creación subjetiva de la imaginación, sino lo
más real de lo real.
Se puede experimentar la certeza de su presencia. Hay formas de saber muy
diferentes; diversas formas de certeza: los objetos y los métodos del
conocimiento varían mucho; y también varían mucho los efectos que estos
distintos saberes producen en nosotros. Pero el saber que más alegría nos da es
el conocimiento cierto de que Aquel a quien amamos está junto a nosotros (el
amor busca la presencia). A veces se llega a esta gran alegría por una certeza
descubierta de repente: Dios me envuelve, como una atmósfera en la que vivo
abrigado y protegido; Dios es presente porque me invade, y se expande dentro
de mí, como la sangre que me recorre de pies a cabeza.
Amar a Dios es posible para todo ser humano, y especialmente para un cristiano.
Y no solo es una posibilidad, sino que es la meta a la que deberíamos tender
todos los que tenemos el don incomparable de la fe en Dios. Y cuando este amor
es concedido por Dios, El hace que rebalse hacia fuera, que en el prójimo le
manifestemos la verdad de nuestro amor.